Para desentrañar el fenómeno viral de “Ojitos Mentirosos” y su reapropiación por jóvenes que se pintan el rostro de payaso, es imperativo abandonar las lecturas reduccionistas y sumergirse en la profunda genealogía cultural que esta imagen reactiva. Lejos de ser una moda efímera o un simple guiño cinematográfico, la máscara clownesca opera como un palimpsesto donde se superponen, capa tras capa, siglos de historia marginal, sincretismo estético y crítica social encarnada. Esta figura no surge como un ornamento, sino como un cuerpo precarizado que ha encarnado, desde tiempos remotos, el exceso, la transgresión y la supervivencia en los márgenes de un orden social que lo necesita pero simultáneamente lo desprecia.
Esta tradición encuentra sus raíces más arcaicas en figuras prehispánicas como el “huéhue” o el “tzicmecatl” (hacedor de muecas) entre los nahuas, bufones rituales cuya función excedía el entretenimiento. Estas figuras, a menudo ligadas a deidades trickster, encarnaban el caos, lo sagrado y lo grotesco. Mediante la risa, la mímica y la exageración, poseían el poder de subvertir temporalmente la jerarquía, ofreciendo una catarsis controlada y un comentario crítico sobre el poder establecido. Eran el reverso necesario del cosmos ordenado, un recordatorio de que el equilibrio se sustenta en la inclusión de su propia negación.
Con la Colonia, este arquetipo no se extingue; sufre una mutación fundamental. Los “maromeros, voladores y malabaristas virreinales”, herederos directos de aquellas prácticas rituales, se mezclan en las plazas públicas con los bufones y arlequines importados de Europa. Esta confluencia crea una figura híbrida y liminal que divertía a plebeyos y nobles por igual, pero que, desde su lugar de marginalidad social y racial, utilizaba la máscara de la necedad para burlar la censura y expresar, mediante el doble sentido y la sátira, el malestar social de las castas oprimidas. Es aquí donde se fusiona con el ethos barroco novohispano, un régimen estético definido por el horror al vacío, el exceso ornamental y la fascinación por el contraste entre lo divino y lo profano, lo serio y lo ridículo. El barroco proporciona el marco: la vida como un gran teatro donde la máscara es el instrumento último de expresión y ocultamiento.
Este linaje se consolida y populariza en el “circo mexicano decimonónico y revolucionario”. El payaso itinerante, como el famoso Crispín o el entrañable Cantinflas en sus inicios, se erige en el cronista de los pueblos, un poeta pobre y pícaro que habla con el lenguaje del doble sentido. Encarna la picardía del débil para sobrevivir, transformando la precariedad en arte y la angustia en risa. Su humor era un espejo deformante que reflejaba las contradicciones de una nación en formation.
Finalmente, en la segunda mitad del siglo XX, esta figura es radicalizada y explícitamente politizada por artistas chicanos como los del colectivo ASCO o el performer Guillermo Gómez-Peña. Para ellos, el maquillaje exagerado, la parodia y la pose clownesca se convirtieron en una estrategia de resistencia cultural para performar la identidad mestiza, exagerar los estereotipios raciales impuestos desde el poder anglo y desmontarlos desde dentro. El clown chicano añadió una capa fundamental a la genealogía: la de la frontera como herida abierta, la de la identidad como acto de performance político, y la de la risa como un arma para denunciar la exclusión y reclamar un espacio de pertenencia en un intersticio cultural que oficialmente los negaba.
Esta larga memoria histórica, que conecta al tzicmecatl prehispánico, el maromero virreinal, el clown de carpa y el performer chicano, es el sustrato invisible sobre el que se pinta el rostro de los jóvenes hoy. Su gesto no es imitación; es una actualización inconsciente pero potente de una tradición donde el exceso ha sido siempre el lenguaje de los que no tienen otro modo de ser escuchados.
Armados con esta genealogía que entrelaza lo prehispánico, lo virreinal y lo chicano, la performance de los jóvenes contemporáneos adquiere su verdadero espesor crítico. Cuando se pintan el rostro al ritmo de “Ojitos Mentirosos”, no están simplemente participando en un trend; están encarnando una herencia histórica de marginalidad para articular un malestar presente. Su gesto es la actualización de una narrativa de exclusión donde la estética del exceso, el Meximalismo se convierte en el lenguaje idóneo para hacer visible lo invisible y audible lo silenciado.
La película “Chicuarotes” funciona aquí como una metáfora perfecta y un punto de inflexión en la comprensión moderna de esta figura. La escena donde los jóvenes suben al camión disfrazados, afirmando que prefieren contar chistes a robar, pero donde la máscara se resquebraja ante la indiferencia social, condensa la ambivalencia total del clown contemporáneo: es la personificación de un “deseo frustrado de integración”. No quieren ser violentos, quieren ser vistos, quieren actuar, quieren trabajar (aunque sea ridiculizándose). Pero cuando la sociedad les niega incluso ese espacio de representación cómica y precaria, la máscara deja de ser un instrumento de risa para convertirse en un símbolo de advertencia. La amenaza latente en la tradición del payaso siempre presente en su reverso siniestro, estalla, revelando que la violencia no es su elección primordial, sino la consecuencia última de una precarización que se ha vuelto insoportable.
Por ello, los jóvenes que hoy saturan TikTok con sus rostros pintados no lo hacen por un simple capricho estético. Lo hacen como un acto de identificación profunda con una condición existencial. El maquillaje exagerado, los colores chillantes y los gestos desbordados son la encarnación de su realidad: una vida hiper-saturada de estímulos violentos, de incertidumbre económica, de promesas incumplidas y de futuros cancelados. La máscara no protege; por el contrario, expone. Expone la precariedad laboral de quienes están atrapados en la economía informal o en empleos mal remunerados sin acceso a derechos básicos. Expone la vulnerabilidad de unos cuerpos jóvenes que son simultáneamente criminalizados y descartados. Expone el hartazgo de una generación que se sabe excluida del pacto de progreso que supuestamente define a la modernidad.
En este acto de exposición radica el núcleo político de la performance. Lejos de romantizar la pobreza o convertirla en un espectáculo inocuo, este clown viral denuncia, interpela y reclama atención. Articula visual y simbólicamente una frustración acumulada para la que no hay canales de expresión tradicionales. Cada coreografía, cada video, es un grito que afirma: la violencia estructural, la falta de oportunidades y la exclusión no son conceptos abstractos en un informe sociológico; son experiencias encarnadas que se viven en la piel, en el día a día, y que se expresan mediante este lenguaje corporal de exageración y distorsión.
En última instancia, la risa que emana de estos videos nunca es ingenua. Es una risa torcida, la misma mueca que une el goce y el dolor, la fiesta y la amenaza. Es el sonido de una resistencia que, al no poder desafiar el sistema de frente, lo hace mediante la caricatura de sí misma, adoptando la máscara que el poder ha asignado históricamente a los marginales para vaciarla de contenido despectivo y llenarla de denuncia. Así, el fenómeno de “Ojitos Mentirosos” culmina esta larga genealogía: demuestra que la comicidad y el exceso nunca han sido inocuos, sino herramientas de supervivencia y de crítica. La máscara del payaso precarizado condensa siglos de historia, y hoy, en las redes digitales, sigue recordándonos que la precariedad no es un adorno estético, sino una condición límite que, cuando es llevada al extremo, transforma la risa en un acto de desafío y la apariencia en un mensaje de urgencia imposible de ignorar.
-Agosto D. Lombardo.
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