Por Pegaso
Yo defiendo la igualdad entre hombre y mujer.
A pesar de las diferencias evidentes -órganos de la reproducción, masa muscular, caracteres secundarios, estatura-, se debe legislar y garantizar que haya igualdad entre los dos géneros.
Sí. Yo quiero que las mujeres nos traten a los hombres como nosotros a ellas: Que nos traigan flores y serenatas, que nos abran las puertas del carro, que nos inviten a comer o a cenar en una velada romántica, que paguen la cuenta y que trabajen para mantenernos.
Alguna de ellas se asomará a la columna y reclamará: “Pe-pe-pero, Pegaso. Hay hombres misóginos, golpeadores, violadores y hasta asesinos.”
Bueno. Pues eso también podrían hacerlo ellas, si quieren ser igual que nosotros.
Que cuando vayamos parados en un camión o en el metro, se acerquen despistadamente a nosotros y nos pellizquen las nalgas, o que nos den un buen arrimón.
Que si vamos caminando por la plaza, nos chiflen y nos digan: “¡Apachurroooooo!”
Pero viendo la triste realidad, sabemos y entendemos que eso no es posible, porque en el fondo de la mentalidad feminista subyace una tremenda doble moral.
Un ejemplo de esto es cuando una espigada chica sube un video donde se le ponchó la llanta del coche y se queja amargamente: “Qué, ¿ya no hay caballeros que le ayuden a una dama en apuros?”
¡Pues no! Como ya se supone que son iguales que los hombres, deben hacerlo solitas y con mucho cuidado para no estropearse las uñas recién pintadas.
Va una chava en el camión urbano cargando una pesada bolsa y frente a ella, sentado, un cuate que está ensimismado en su celular, viendo videos de Tik Tok o reels de Facebook.
Ella saca su teléfono, enciende la cámara y procede a lamentarse: “¡Ya nadie le da el asiento a las damas!”
Y es que ustedes mismas, mis queridas hembras de la especie Homo sapiens, solitas se han echado la soga al cuello.
De tanto y tanto insistir en que quieren ser iguales, los chavos de hoy han evolucionado hasta perder todas las características propias del caballero galante y gentil de nuestros tiempos.
Por eso, cuando en la calle ve a una dulce ninfa sufriendo para quitar la llanta con sus delicadas manos, sigue con su vehículo de frente, sin siquiera molestarse en ver qué se le ofrece.
Por eso, cuando va sentado en un camión y nota que frente a él está una chamacona sudando la gota gorda, ni sufre ni se acongoja y sigue en su entretenida actividad.
¡Qué hermoso era cuando éramos diferentes! Diferentes, sí, pero complementarios.
Yo digo que la caballerosidad no debió desaparecer de la faz de la tierra, como ocurrió cuando tomó fuerza el movimiento feminista.
Ahora solo quedamos algunos ejemplares que de verdad disfrutamos de darle un beso en la mano a nuestra amada, llevarle flores sin ningún motivo, enviarle mensajes dulces y tiernos, saber a dónde le gusta ir y cumplirle sus más recónditos deseos.
Como decía Roberto Carlos: “Yo soy de esos amantes a la antigua/ que suelen todavía mandar flores./ De aquellos que en el pecho aún abrigan/ recuerdos de románticos amores./ Yo soy aquel amante apasionado/ que aún usa fantasía en sus romances,/ que busca contemplar la madrugada/ soñando entre los brazos de su amada./ Voy vestido igual que cualquiera/ y vivo con la vida de hoy./ Pero es cierto que con frecuencia/ sufro por amor y a veces lloro por la ausencia/ porque soy de esos amantes a la antigua”.
Viene el refrán estilo Pegaso, cortesía de Sor Juana Inés De la Cruz: “¡Varones palurdos, que inculpáis a la fémina!” (¡Hombres necios, que acusáis a la mujer!)

